El mundial de la desigualdad

En estas semanas el mundial de fútbol de Qatar absorbe toda nuestra atención, con lo que estas líneas no podían quedar al margen. En especial, dado que se trata de una Copa del Mundo muy cuestionada en términos económicos y políticos, tanto por las violaciones a los derechos humanos que acontecen sistemáticamente en Qatar como por las graves denuncias de fallecimientos de trabajadores en la acelerada construcción de los estadios, los cuales se cuentan de a miles.

Empecemos por el principio: Qatar es uno de los países más ricos del mundo, con un PBI per cápita de más de 60.000 dólares anuales por habitante, solo superado por Luxemburgo, Macao, Suiza, Noruega, Islandia e Irlanda, apenas superior al de Estados Unidos y más de cuatro veces superior al argentino, cuya riqueza se debe principalmente a la explotación y exportación de cuantiosas reservas naturales de gas y petróleo. Sin embargo, su producto bruto nacional per cápita (donde al PBI se suma la producción a cargo de residentes qataríes en otros países y se le resta la producción de residentes no qataríes en Qatar) asciende a 90.000 dólares. A su vez, dado que los precios no son tan elevados como en los otros países que encabezan el ranking del PBI per cápita, Qatar tiene efectivamente el PBI per cápita ajustado por paridad de poder adquisitivo (es decir, medido en capacidad de compra, y no en dólares nominales) más elevado del mundo. Así, afirmar contundentemente que es una de las naciones más ricas del mundo no es ninguna exageración.

Es un país pequeño, de poco menos de tres millones de habitantes, en su enorme mayoría inmigrantes de países más pobres del Medio Oriente y de Asia. La tasa de desempleo es prácticamente inexistente y, de acuerdo a datos del Banco Mundial, el acceso a internet, electricidad y servicios sanitarios básicos asciende al 100 por ciento de la población.

Sin embargo, esa abundante riqueza no se traduce en un bienestar generalizado, sino que la desigualdad es muy elevada. Si bien no hay datos oficiales comparables (por ejemplo, el último dato oficial del índice de Gini es del año 2007), sí existen estimaciones informales de la desigualdad del ingreso en Qatar, donde, según el proyecto World Inequality Database, dirigido, entre otros, por el economista francés Thomas Piketty, el 10 por ciento más rico se lleva más del 50 por ciento del ingreso y el 1 por ciento más rico se lleva más del 22 por ciento. Para tener un criterio de comparación, en Argentina –que dista mucho de ser un país igualitario y donde, de hecho, la desigualdad ha estado en aumento durante los  últimos diez años- esos guarismos son del 47 y 15 por ciento respectivamente. En países más igualitarios los números son menores: en Alemania, 37 y 13; en Suiza, 30 y 10; en Francia, 31 y 9. En Sudáfrica, uno de los países históricamente más desiguales del mundo, el 10 por ciento más rico se lleva un porcentaje mucho mayor que en Qatar (65 por ciento), pero el 1 por ciento más rico un guarismo inferior (19 por ciento). Quiere decir que son muy pocos los países del mundo en los que el 1 por ciento más rico se lleva un porcentaje del ingreso total más elevado que en Qatar, y estamos hablando de un país en el que ese ingreso total –medido por habitante- es de los más altos del mundo.

Es esa riqueza concentrada la que le permitió al comité organizador comprar las voluntades del Comité Ejecutivo de la FIFA en el año 2010 y aventurarse en gastos por encima de los 200 millones de dólares para la construcción de estadios e infraestructura, multiplicando por entre 10 y 20 los montos que se habían desembolsado en campeonatos mundiales anteriores.

Pero el mundial de la desigualdad no solo nos lleva a reflexionar sobre el país anfitrión. Según datos oficiales de FIFA, la estadística de entradas vendidas por nacionalidad de los asistentes ubica a la Argentina en el séptimo lugar. Hacia mediados de octubre, cuando casi todas las entradas estaban ya vendidas, desde Argentina se habían comprado más de 60.000 entradas, con lo que se estima una presencia argentina en Qatar de entre 20.000 y 25.000 hinchas. Para que tengamos una idea, desde Argentina se compraron más entradas que desde Brasil, Alemania y Francia, países que nos superan en población total –Brasil nos quintuplica- pero, en los últimos dos casos, países con ingresos medios por habitante mucho más altos y con costos de viaje a Qatar muchísimo más bajos.

Estimando, a ojo de buen cubero y siendo extremadamente conservadores, un gasto promedio por persona de 10.000 dólares estadounidenses –sumando de manera artesanal pasajes, hoteles, comidas y entradas a los partidos-, hablamos de un gasto total de argentinos en Qatar, sin contar las producciones televisivas y radiales y las coberturas periodísticas, de unos 250 millones de dólares. Eso equivale a aproximadamente un cuarto de las reservas netas actuales del Banco Central, aunque recién cuando termine el mundial tendremos los datos de los consumos que se hicieron con tarjetas de crédito nacionales, y por ende impactaron en reservas.

Al valor del dólar denominado “dólar Qatar”, al cual se pagan los gastos con tarjeta de crédito en el exterior que superen los 300 dólares mensuales, cotizando actualmente a unos 350 pesos por dólar, esos 10.000 dólares equivalen a 3,5 millones de pesos. Es decir, cada hincha argentino que viajó a Qatar gastó el equivalente a 35 salarios registrados promedio, 60 salarios mínimos, 70 jubilaciones mínimas o 350 pagos mensuales de la Asignación Universal por Hijo. Es decir, un trabajador registrado promedio debería ahorrar durante tres años, sin gastar ni un centavo en alimentación, alquiler, salud, etc., para poder viajar a Qatar a ver el mundial durante un par de semanas. Y así y todo hay más de 20.000 argentinos que lo hicieron.

Se calcula que al mundial pasado, en 2018 en Rusia, con distancias ligeramente más cortas, algunas alternativas de alojamiento mucho más económicas y, sobre todo, un tipo de cambio mucho más atrasado que el actual, en plena fiesta de la deuda del gobierno anterior, viajaron cerca de 50.000 argentinos. Al de Brasil, donde la distancia habilitaba a viajar por tierra, o incluso a hacerlo por el día para ver ciertos partidos, y donde Argentina llegó a la final, viajaron más de 160.000. Comparativamente, cerca de 10.000 viajaron al mundial de Francia en 1998, cuando comenzaba la crisis de la convertibilidad, y menos de 1.000 lo hicieron al de Corea y Japón en 2002, donde no solo la distancia y los costos eran elevadísimos, sino que la situación económica del país, luego de la devaluación de enero de ese año, hacía que ese viaje fuera virtualmente imposible incluso para los argentinos medianamente ricos. Que luego de las graves crisis cambiarias e inestabilidades macroeconómicas sufridas recientemente por la Argentina haya entre 20.000 y 25.000 argentinos en Qatar da cuenta de que lejos están los padecimientos de ser generalizados, por lo que tiene mucho sentido prestarle atención a la desigualdad.

En síntesis, la desigualdad económica puede tomar de ejemplo al mundial de fútbol desde muchas perspectivas. En este caso particular se trata de un campeonato organizado en un país particular, especialmente rico y desigual, pero además muy lejano para nosotros, lo que implica que solo una minoría privilegiada podrá hacerlo. Más allá de la afectación de reservas, propia de los incongruentes esquemas cambiarios que rigen en nuestro país, es un síntoma de nuestra actualidad. Se trata de la pasión más grande que tenemos, de un evento que cada cuatro años paraliza toda nuestra vida, la de pobres y ricos por igual, pero cuyo acceso es cada vez más restringido a una elite.

Aprovechemos entonces el mundial para poner sobre la mesa temas habitualmente ausentes, como la preocupante desigualdad económica y social, que ha crecido exponencialmente en el mundo durante los últimos 50 años, y la Argentina no ha sido la excepción.

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