Enzo Fernández, el nene que no quería dejar de jugar

Suena música de fondo. Es “All that jazz”, la canción de la película Chicago, que retumba en la canchita verde del club La Recova de San Martín. Hay cuatro chicas que bailan sobre unos patines. Se mueven, hacen figuras y arman una coreografía mientras, desde afuera, su maestra las ordena. Lo hacen de arco a arco y se cruzan en el círculo central. Ahí, en ese punto de la mitad de la cancha, Enzo Fernández ponía la pelota todos los sábados que jugaba de local.

“Nosotros teníamos un problema con la electricidad. Muchas veces cuando Enzo no llegaba o se le hacía tarde, pum. La luz en el club se cortaba. No sabíamos qué era”, dice con una risa el presidente de esa época del club La Recova, Agustin Artiles. Las ligas del fútbol infantiles en ese tiempo eran así. Los pequeños futbolistas corrían de un club a otro. Enzo Fernández jugaba en Villa Ortuzar, en Ciudad de Buenos Aires, y de ahí salía corriendo para llegar al club de su barrio en San Martín. Cuando la luz se cortaba -mágicamente, claro- había que esperar a que las lamparas se enfríen y que después de un rato se puedan volver a prender. Ese tiempo era el necesario para que el crack llegara para su segundo, o tercer, o cuarto, partido del día. “No quería perderse ningún partido, él se enojaba si no jugaba y a veces lo poníamos en divisiones más grandes. Porque él no se quería perder ninguno”, rememora en charla con El Destape.

Enzo nació en el 2001. Ese fatídico año en el que la estabilidad tuvo un quiebre por la crisis política, económica, institucional y, sobre todo, social. “Esos años fueron duros, pero a mi hijo nunca le faltó un plato de comida”, se enorgullece en diálogo con El Destape su mamá, Marta. Ella y Raúl, su pareja y papá del mediocampista, son vecinos del barrio de San Martín, en pleno corazón del conurbano bonaerense. Raúl trabajó en una metalúrgica hasta el año 1999 cuando lo echaron y, después de sobrevivir un año y medio con changas, encontró un trabajo estable -donde todavía labura- en la Isla Maciel. Sin embargo, el fútbol siempre fue su pasión y, en su tiempo libre, entrenaba a un equipo en La Recova, el club del barrio. Esa institución, aun hoy, es un eje clave en la formación de los chicos. En plena década del 90 e inicios de los 2000, fue una organización clave para la contención de los pibes del barrio. Se han armado equipos con chicos que no tenían documento, los iban a buscar casa por casa para poder hacerles un DNI. Las madres se juntaban los sábados para que hubiese comida para todos los chicos, fuera quien fuera, y los pequeños futbolistas se prestaban los botines unos a otros para poder jugar.

Raúl, el papá de Enzo, necesitaba juntar chicos para poder abrir la categoría y que todos puedan jugar así que él mismo los pasaba a buscar por las puertas de las casas y hacía la recorrida. Después de trabajar todo el día en la constructora, se subía a su bicicleta y cargaba uno por uno, chico por chico, en el barrio y los llevaba a la cancha. A veces eran seis nenes arriba de la bici para llegar al club.

“Hacíamos la recorrida, veníamos y jugábamos”, se ríe Raúl. Enzo, su nene, era uno de ellos. Con el paso del tiempo ese grupo creció. Más allá del esfuerzo -que es una historia repetida dentro del fútbol-, las anécdotas cuentan que el pequeño crack era un gruñón. El quería jugar siempre. Su papá recuerda: “No había forma de hacerle entender. Yo dirigía la categoría 2000, que es un año más que él, y él quería jugar. Se ponía atrás y decía ‘quiero entrar, quiero entrar’. Se enojaba”. La personalidad lo destacó en medio de una rutina diaria. Arriba a las 7 de la mañana para ir a la escuela número 73 en San Martín, volver para comer algo, cambiarse, salir corriendo a entrenar y volver a las 18:30 o 19 a casa, hacer la tarea, cenar y al otro día repetir. Y Marta atrás. Un día a día constante. Las corridas de la familia eran varias y las historias arriba de los colectivos son incontables.

Desde el 176 para ir a Parque Chas o Villa Martelli hasta el 28, en General Paz, para ir a entrenar a River. “Yo me acuerdo que un día, arriba del 28, estábamos todos apretados, y él estaba sentado para que descanse. Me miró con ocho años y me dijo: ‘cuánto esfuerzo ¿no, ma?’”, dice Marta mientras se le escapan algunas lágrimas. El trabajo estuvo marcado por ellos. A veces no había plata para la “Powerade” o para la sube, pero se encontraba la vuelta.

 

Enzo se daba cuenta de todo. De los esfuerzos, de los sacrificios y de las corridas. Pero también notaba otras cosas que, para él, eran fundamentales. Entendió de entrada cómo jugar a la pelota, como tenía que estar bien parado cuando su equipo La Recova, Villa Ortuzar o River, atacaba. Comprendió, desde el inicio, que le gustaba ser un líder, que pedía la pelota porque quería jugar y que lo importante es que el balón se mueva. Pablo Esquivel, su descubridor y el hombre que lo llevó a River, reveló: “Es un líder y siguen siendo un líder. Pedía la pelota, ordenaba. Todo. Fijate que no sabe hablar portugués y los manda -en el Benfica su club en Europa- a todos para todos lados”.

Los buenos jugadores se imponen. Esa es una de las máximas futboleras que más gustan y llaman la atención. En prenovena, después de haber sido titular, capitán y apuntado como uno de los mejores durante todas sus categorías infantiles, Enzo Fernández se encontró con un golpe. Jugó poco, los chicos que llegaban a la pensión de River estaban más desarrollados, eran altos, espigados y el mediocampista todavía no había dado el estirón. “Es fácil cuando jugás mucho, sos titular y querido. Lo difícil es cuando no entrás, comés banco. Ahí está lo complicado”, añadió Esquivel. Enzo tomó nota y, en el verano, se puso a entrenar solo. Con doce o trece años, salía a entrenar para ganarse el puesto el siguiente año. No salió más.

En las divisiones inferiores de River, Enzo Fernández pasó por un puesto que, en 2022, es clave para la actualidad de la Selección Argentina. Jugó de “interior izquierdo” o , en criollo para los que no están habituados a las nuevas nomenclaturas del fútbol, en el puesto que ocupaba Giovani Lo Celso. Sin embargo, la explosión definitiva llegó con una decisión atípica y dolorosa. A mediados de 2020, en plena pandemia, hubo un llamado a su celular en el que le ofrecieron pasar -a préstamo- del club de sus amores a Defensa y Justicia. Marcelo Gallardo -que fue el que pidió que suba desde su división a Reserva- le decía del otro lado de la línea, que lo mejor para su carrera era dar un salto a un club de Primera División para que tome minutos, para que crezca. El mediocampista, al principio, dudó pero después entendió y aceptó. “La mejor decisión es jugar con futbolistas de Primera. Es otro roce”, añadió Esquivel.

Un paso atrás para poder dar dos hacia adelante. En el equipo de Florencio Varela apareció Hernán Crespo, un exjugador de River, que también lo tomó como un futbolista importante. Un día, Raúl Loaiza, el titular en el equipo de Crespo, tuvo una lesión y allí apareció Enzo Fernández. Jugó, jugó bien, ganó minutos y empezó a convertirse clave. Los buenos se imponen. Se impuso tanto que así llegó, como titular indiscutido en el único título internacional del Halcón. Su nivel creció y, en menos de un año, y el mejor entrenador de la historia de River, que le había pedido que se fogueé, lo buscó otra vez. Jugó un año y ganó dos títulos. El crecimiento fue descomunal y pasó al fútbol de Portugal, al Benfica donde, sin saber una palabra de portugués, dirige a sus compañeros. Los ordena.

En menos de dos años, Enzo Fernández debutó en Primera División en Defensa y Justicia, ganó un título internacional, enamoró a Marcelo Gallardo, pasó a River, levantó un trofeo local, fue transferido a Europa, debutó en Champions League, metió un gol, debutó en la Selección en un amistoso, fue convocado para el Mundial, jugó con Messi, fue figura de un partido clave y metió un gol para definir un encuentro histórico para la Selección Nacional que hizo llorar a Messi. En menos de dos años. Sin embargo, ese crecimiento voraz que ahora parece sencillo y – sobre todo- rápido, tiene una base sólida y una dedicación especial. Una familia, un club, un barrio que sigue detrás de él. 

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