La fiesta popular o el germen de amor político

Estamos terminando un año que quedará en la historia por el campeonato mundial de fútbol. El mundial gritó verdades y dejó varias enseñanzas, una de ellas refiere que no es cierto que la sociedad esté desvitalizada o desmovilizada, más bien todo lo contrario.

El domingo que Argentina le ganó a Francia consagrándose campeón mundial, la gente de manera autoconvocada se concentró a festejar en el obelisco y en distintos puntos del país. El día del regreso de los jugadores al país causó la mayor manifestación de la historia del mundo. Una comunidad exultante desbordó alegría y conformó una potencia por lo numérico y lo festivo. Acá hay una llave que abre un horizonte teórico-político que merece ser pensado.

El sentimiento de triunfo y agradecimiento motorizaron, causaron una multitudinaria felicidad compartida, un afecto amoroso alegre que le ganó al pesimismo y al odio. La fuerza de los vulgares (“vulgo”) se empoderó frente al establishment que, en tiempos previos al mundial, no tuvo reparos en despreciar a Scaloni y a Messi, apostando por el fracaso de la selección nacional.

El triunfo afirmó la autoestima, la confianza en el país y, quebrando la pantalla de televisión e interrumpiendo el letargo del pesimismo, hizo emerger un humor social alegre, que se autoconvocaba en las calles, se expandía y unía en un lazo amoroso que creaba comunidad.

Clarín y La Nación hace años que vienen erosionando la autoestima, evidenciando que nos quieren un pueblo de mierda, compuesto por fracasados de un país que no es “en serio” como los otros. Los medios corporativos y los políticos de la derecha militan el desánimo pretendiendo gobernar las almas, porque saben que para dominar se precisa un cuerpo social triste.

Dado que la alegría es un afecto que potencia, los medios hegemónicos inoculan una tristeza cotidiana operando una impotencia generalizada. La alegría es resistencia y el festejo del pueblo es una derrota o debilitamiento del poder.

La celebración del mundial mostró un modo de relación alegre no odiadora que configura una lógica similar a la del carnaval. Mijaíl Bajtín, filósofo ruso, en su obra más influyente La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais (1941), estudió la cultura popular carnavalesca que se expresa como rechazo de la norma y la rigidez de los patrones aristocráticos.

Bajtín sostenía que el carnaval no es pensable como un espectáculo, no distingue entre actores y espectadores, sino que la gente vive un período festivo de la existencia. Mientras dura el carnaval, la vida se somete exclusivamente a sus leyes, su libertad, organizada sobre la risa que causa una percepción festiva del mundo. El carnaval celebra la liberación temporal del orden establecido, marca la suspensión de todos los rangos jerárquicos, privilegios, normas y prohibiciones. Es, se podría decir, una temporal consagración democrática de la igualdad.

El mundial causó un entusiasmo que la política no ha logrado desde el 2015. El gobierno neoliberal de Macri, que rechazó la política y fue en contra de derechos, y luego el gobierno de Alberto Fernández, con su modo de gestionar que evita el conflicto y niega confrontar con el poder mafioso, han logrado que la mayoría de la sociedad asuma una posición de escepticismo y desilusión respecto de la política.

La ausencia oficial del presidente en los festejos muestra la inmensa distancia, el alejamiento recíproco entre las instituciones y el pueblo, que es fiel y se siente representado por los que trabajan para la alegría, no por los que le causan sufrimiento y gobiernan condicionados por las tapas de Clarín.

¿Cómo pretendemos que la gente se entusiasme con una política que permanece entre el fracaso y la impotencia?

Todo esto en el contexto de una democracia que rompió su contrato social y funciona con un Estado mafioso paralelo, compuesto por la corporación mediática y una Corte Suprema que realiza golpes institucionales, proscribe a una candidata que sobrevivió a un atentado y no dice nada sobre el escandaloso contubernio que involucra a jueces federales, dirigentes políticos y directivos del Grupo Clarín. Un simulacro democrático: en las elecciones del año próximo, un tercio de la sociedad se verá privada de representación por la proscripción de su lideresa, teniendo que votar “al menos malo”.

Una inflación descomunal se suma al sombrío panorama, con sueldos que no aumentan como los precios, un presidente que dice que no puede hacer nada por la situación de Milagro Sala, ni en relación a la Corte o la reforma judicial.

Los dirigentes políticos deben percibir ese humor social, esa necesidad de reparación y alegría como mensaje a descifrar. En principio, todo hace suponer que la fiesta popular expresa un hartazgo de los discursos y manifestaciones de odio de la derecha y su maquinaria narrativa mediática de tristeza generalizada.

La alegría de los iguales en el espacio público experimentada en comunidad es pensable como amor político, un afecto base que constituye el cemento orgánico de una voluntad popular. ¿Es masa o es pueblo?  Es afecto común que puede ser el germen de un proyecto de país que incluya a todos.

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