Manu Ginóbili soy yo

Hay un chico flaco, morocho, que pica la pelota sobre la vereda agrietada. La resolana de Pasaje Vergara rebota sobre la frente de su padre, Yuyo, Gino, quien lo abraza y lo acompaña en los primeros pasos hacia el club. Bahiense del Norte está ahí nomás, solo hay que cruzar la calle que cobija el autoservicio Maccari y a mitad de cuadra Salta, sobre la izquierda está el portón que anticipa el ingreso. No hace tanto que existe la institución como tal: la fusión de Bahiense con Deportivo Norte se dio en 1975, por lo que han pasado algo más de diez años para la interpretación de la escena.

“Emanuel, acordate siempre que lo importante es divertirse. No importa jugar bien o mal, hay que esforzarse. Y hacer amigos. Sobre todo amigos. Están los del colegio, pero los del club son muy importantes. Van a estar toda la vida con vos”, dice Yuyo. Y no exagera ni miente un ápice. Emanuel algo sabe porque sus hermanos Leandro y Sebastián ya dejaron atrás el miedo escénico. Temeroso, pero convencido, Manu atraviesa el umbral.

No sabe, no presiente, no imagina que algo más de tres décadas después, la cancha será bautizada con su nombre.

Ahora Emanuel pica con su mano izquierda el balón por primera vez. Le pega en un pie, la pelota se va lejos y corre a buscarla. Un grupo de chicos a su alrededor intenta hacer lo mismo, ruedan las pelotas en el parquet de Bahiense. Lejos de rendirse, Manu la agarra de nuevo y repite el pique. Otra vez en el pie. A buscarla para volver a empezar. Mira el aro de minibásquet e intenta un tiro. No toca la red, pero sin embargo, en sus ojos empieza a delinearse la esencia de su naturaleza: la perseverancia. Tira de nuevo y vuelve a errar. Tira diez veces. Tira quince. Encesta la primera y no festeja ni mira a la tribuna. Es absurdo para un niño, pero su comportamiento dista de esa frescura inocente. Su meta está en el cilindro y el tablero. La pica una vez más y ya no rebota en el pie. Vuelve a intentar. Y encesta.

Manu se mide en la pared de su habitación de manera compulsiva. Sus hermanos se acercan al metro noventa pero él es flaco y pequeño. 1.75 metros exagerado, toma levadura de cerveza para crecer y se cuelga de los pasamanos para estirarse todo lo que puede. No pasa nada. Así no llegará nunca a ser jugador de básquetbol. Con un lápiz dibuja líneas en la orilla del marco de la puerta que solo lo conducen a la depresión. Con una pelota se acuesta en su habitación mientras mira los pósters de Michael Jordan. Raquel, su mamá, sigue las notas del colegio preocupada: espera que sea contador público. “No puede vivir toda su vida con la pelotita, qué futuro le esperará a este chico, Jorge”, le dice a su papá. Y lo deja.

Verlo jugar es taparse los ojos en cada ataque. Es zurdo, tira bien al aro, pero cada incursión a la pintura es un moretón en el brazo. O un raspón en la pierna. Sin embargo, Manu se levanta y vuelve. Como si alguien le hubiese enseñado lo que significa poner la otra mejilla con menos de once años de edad. Avanza, busca, choca y resuelve. Necesita creatividad para sumergirse ante rivales más fuertes y más altos que él. Quizás algún día utilice estos recursos en otro plano. Pero por ahora nada. Se esmera para que la situación cambie. Difícil. Muy difícil.

Ahora Manu llora solo en su habitación. Tiene 14 años y ha quedado fuera de la selección de Bahía que jugará el Torneo Provincial. Es el final, los hermanos despegando en el profesionalismo y él en lo más profundo del ostracismo. Los amigos se van a Monte Hermoso pero él se queda. Con la llave del club, va a tirar al aro. 40 grados a la sombra. Como al principio, ejecuta lanzamientos con una determinación casi enfermiza. Todos disfrutan y él trabaja en silencio. Cien, doscientos, quinientos, mil, cinco mil. Ya ni cuenta cuántos tiros van. Transpirado, se promete a sí mismo una nueva oportunidad.

El llanto, sin embargo, se profundiza. El fin del mundo se acerca: con solo 16 años desciende en el torneo local con Bahiense del Norte. Es, literalmente, la oveja negra de la familia. Cómo mirar a papá a los ojos cuando vuelva de viaje, piensa Manu. Ya es compañero de Pepe Sánchez, son dos niños, pero él siente la responsabilidad de su apellido en sus espaldas. Cómo nos vamos a ir al descenso, Pepe. ¡Cómo! Lo que no sabe aún es que esa caída le servirá para construirse, edificarse, fortalecerse y rebotar hasta la estratósfera de este deporte.

Llega Huevo Sánchez y lo lleva a jugar con él en Andino de la Rioja. Su ojo experto para leer este deporte ve en Emanuel a un jugador distinto. Flaco, estilizado, ya tiene un estirón de centímetros que lo acerca a la altura de sus hermanos. “¿Qué estás comiendo, nene?”, dice Huevo. Manu se ríe. En Mar del Plata, un relator dice algo que quedará en la historia: “Ginóbili no va a llegar”. Al año siguiente, es el mejor jugador de la Liga Nacional con su hermano Sebastián y Pancho Jasen de compañeros. Llegará Reggio Calabria, Kinder Bologna, el subcampeonato mundial en Indianápolis y el oro olímpico en Atenas. Domina todo con una facilidad nunca antes vista. Aprende rápido y enseña luego con el ejemplo. Huevo Sánchez vio el Aleph a metros de su casa y se lo regaló al mundo. De la ciudad del básquet a la meca del juego. La NBA, entonces, será una consecuencia. Lo raro empezará después.

Manu Ginóbili soy yo. Sos vos. Somos nosotros, los que picamos alguna vez una pelota de básquetbol en un club de barrio. Es el abuelo que lleva a su nieto al club que tiene cerca. El dirigente que saca los últimos pesos del bolsillo para que un chico no esté en la calle a la deriva de cualquier cosa que pueda pasarle. Los miles de chicos y chicas que se soplan las manos para espantar el frío en alguna cancha de minibásquet. Los entrenadores que explican lo que hay que hacer, y cómo hay que hacerlo. Las horas de postura defensiva, de series de tiros, de fibrones en un vestuario gastado. Manu es Beto Cabrera, Lito Fruet y Polo De Lizaso juntos, emergiendo de las entrañas de Bahía para seducir al mundo en otro idioma. Es Pepe Sánchez y el Puma Montecchia. Juan Espil, Andrés Nocioni, Luis Scola, Facundo Campazzo y tantos otros. Los que fueron, los que son y el que finalmente será representación de mayorías. Ginóbili es la piedra Rossetta de todos los que alguna vez imaginamos en alguna terraza, en alguna calle, o en algún patio perdido ser una estrella de la NBA. Sueños de básquetbol absurdos en estado puro, milagros de infancia con medialunas y café con leche. Los que queríamos y no pudimos. Los que intentamos y no alcanzó. Los que no tuvimos talento para convencer a nadie, los que emulamos una mecánica de tiro contra un espejo. Los que alguna vez calentamos un banco primero y una tribuna después. Los que lo seguimos porque lo sentimos nuestro, tan nuestro como nuestra propia familia. Los que lo defendimos en tiempos de oscuridad y no ahorramos elogios en tiempos de bonanza.

Manu es Néstor García diciendo que nadie puede defenderlo esta noche. Es la desazón de Serbia en Indianápolis y el éxtasis de Italia en Atenas. Es el sueño derribado de los NBA dos veces para reconfigurar el mapa del básquetbol en las mejores escuelas del mundo. El tobillo que lo deja en el suelo en Beijing y los anillos que brillan en su mano izquierda. El euro-step como pieza de museo, el sexto hombre infinito. Es la bronca del triple de Ray Allen en Miami y la redención con el uniforme monocromático para protagonizar el mejor básquetbol de equipo de todos los tiempos.

Miles de esperanzas e ilusiones convivieron en una misma persona. Manu es el argentino que todos quisimos ser. Solidario, respetuoso, honesto, perfil bajo. Creativo, habilidoso y ganador. El que interpretó como nadie el deseo de los grandes maestros: no hay ningún jugador mejor que todos juntos. Empujó su ego al fondo del océano para sus acciones – y no sus palabras- lo eleven a la eternidad. Es el 20 que brilla en el cielo de San Antonio, el saludo hacia la tribuna en Río 2016, el fanático extremo que ocultaba nervios junto a Kobe Bryant en el Mundial de China 2019. Emanuel Ginóbili es el deportista perfecto que hizo lo mejor que pudo con las armas que tenía. Que redibujo límites y redefinió escenarios. Que hizo mejores a los demás, que provocó admiración en Tim Duncan y que fue, quizás, el mejor alumno de la doctrina Gregg Popovich.

De una u otra manera, todos estamos en deuda con Manu. Jugadores, entrenadores, periodistas, simpatizantes. Y es una deuda imposible de pagar. Nos regaló un boleto mágico para vivir una travesía surrealista de dieciséis años en continuado. Abrió caminos y navegó hacia El Dorado en soledad, para luego entregarnos el mapa del tesoro. Nos invitó a creer que éramos merecedores de una fiesta que era imposible de vivir de otro modo. Manu fue el Gran Gatsby recibiendo invitados desde lo más profundo de América del Sur. Inflamos el pecho y gritamos que Ginóbili era nuestro. Nos codeamos y discutimos de igual a igual con los analistas más ponderados. Teníamos argumentos y razones, pero nos equivocamos en pensar que este cuento sería para siempre. Ahí vamos nosotros, los olvidados desde tiempos inmemoriales, con la bandera al viento. Listos para subirnos a los podios más importantes del mundo. Parecía fácil, claro, o mejor dicho, realizable: ese fue el engaño que provocó la ilusión compartida. Quisimos ser para siempre, pensamos que el mundo podía ser nuestro por los tiempos de los tiempos, pero no se puede: Manu Ginóbili hay uno solo. Las noches pegados al televisor a la espera de que otro milagro ocurra, la creencia cabal de que no había límites de ningún tipo. Viajes para seguir sus pasos, títulos en lugares inhóspitos, su apellido en la boca de los más grandes que alguna vez practicaron este deporte.

“Emanuel, acordate siempre que lo importante es divertirse. No importa jugar bien o mal, hay que esforzarse. Y hacer amigos. Sobre todo amigos”.

Sin atajos, sin ayudas, sin trampas. De Bahía a Springfield en un viaje maravilloso. De Bahiense del Norte a San Antonio con escala en Atenas. Manu se fue del deporte querido por todos. En la cancha que pise, en el lugar que esté, nadie podrá nunca decir algo malo sobre su camino profesional. No tuvo fisuras y no dio chances a los nefastos que buscan encontrar siempre la paja en el trigo. Confirmó que el camino más largo es el más difícil, pero al mismo tiempo el más reconfortante. Que el talento sin esfuerzo es estéril. Que la perseverancia paga, haga lo que uno haga en la vida. El éxito nunca llega antes que el trabajo, y nunca cumple sus metas quien abandona antes de tiempo.

Sean eternos tus laureles, Manu. Algún día mis hijos, y los hijos de mis hijos, querrán saber quien fuiste.

Y ese día, entonces, tendré una gran historia para contarles.

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