No me pidas que no vuelva a intentar, que las cosas vuelvan a su lugar

El ángel de rulos negros echó una bocanada de humo de su habano. Se sentó a mover las fichas en este tablero y recordó que no hay finales ganadas si no hay un gol del otro Ángel, ese que lleva el número 11 en la camiseta y el corazón en sus manos. 

Al rey de las tierras futboleras le hizo saber que el destino estaba anunciado, será por eso que aún en los momentos más complicados de un partido caótico, espectacular, demencial, absurdo e incomprensible su rostro no se inmutaba. “Quien no comprende una mirada tampoco comprenderá una larga explicación”, dice un proverbio árabe. Lionel sabía que la bienvenida a la conquista que le faltaba para completar una vitrina totalmente fuera de sentido para el resto de los mortales lo iba a poner a prueba como siempre. Pero esta vez estaba listo como nunca. Para enfrentar lo que venga. Cada vez que miraba a las tribunas o hacia el cielo parecía decirnos “no se los puedo explicar ahora, estoy ocupado en ganar este Mundial”

-“Yo sabía que Dios me la iba a regalar”, dijo Lio mientras el brillo de sus ojos le peleaba un pan y queso al resplandor dorado de la copa en sus manos después del partido, dándole un grado de incomprobable y rebuscada verdad a la afirmación antes enunciada y al final de esta historia de la que fuimos testigos privilegiados.

Lo que cuesta tanto se festeja mucho más, dicen. Pero por favor, la perversión del guionista de esta obra superó cualquier cálculo previo, nadie esperó que la rueda de la fortuna resultara tan angustiante y abrumadora.

Los polvorientos biblioratos de la historia de los mundiales afirman que no existen registros de un equipo que haya “borrado” a otro del campo de juego por casi 80 minutos en una final de la Copa del Mundo. Y el mérito se agranda cuando es Francia la que acaba de entregar su corona ganada en Rusia 2018.

Cuando este equipo –más allá de los nombres que integran los distintos dibujos tácticos que mostró en cancha- encuentra en sus integrantes la posibilidad del juego asociado es realmente avasallador. 

Di María por izquierda (pero…si éste siempre juega por la derecha pareció decir Didier Deschamps desconcertado) mete un enganche que deja casi parado a su marcador, entra en puntas de pie al área buscando esa falta que transforme su jugada en penal para que Lionel una vez más, con una tranquilidad impropia de una final de mundial acaricie la pelota con su pie izquierdo. Y como se corresponde con el mandato de esta historia, el arquero francés la va a buscar al fondo del arco enfundado en un buzo de color amarillo. Ese mismo color utilizó Jan Jongbloed, el arquero de Holanda en la final del Mundial ´78 y el alemán Harald Schumacher en la de México ´86. Usted también seguramente eligió creer.  

En el campo de batalla los franceses sintieron el miedo escénico, se sabían dominados y sin reacción. Resignaban posiciones y sus armas no tenían el poder de fuego de siempre. Eran empujados hacia su propio arco con una prolija y planificada estrategia en la que los de celeste y blanco dominaban territorio y el balón. 

Un furioso contragolpe argentino de cinco pases lo deja a Di María para que con el sexto llene su zurda con la pelota y se convierta en el segundo gol. De rodillas sobre el césped del Lusail esperó el abrazo de sus compañeros y de todo un país que se identifica con un equipo que con la redonda en los pies juega al “fulbito” de nuestros potreros, pero cuando tiene espacios es tan peligroso como cualquier combinado europeo.

A los franceses les queda una bala que tenía tallada en su costado “Mbappé”. Pero por Dios…no era solamente una bala. Eran dos. El sopapo francés nos hace volver a comprender que esto es un Mundial. A los nuestros se los ve cansados y a nosotros nos invaden las dudas lógicas de no saber qué va a suceder en el suplementario porque estábamos seguros que la obra escrita por el destino era una sucesión de capítulos en los que la alegría se paseaba por las tablas del escenario junto a los actores y de cara al público, arrancando sonrisas, festejos y aplausos. Nunca esperábamos un acto donde el drama y el temor se iban a hacer presentes.

Y una vez más es la hora de ese actor que se conoce la letra a la perfección del guión en esta obra final. El “Dibu” Martínez ya pasado el minuto 120 se estira para tapar con su pierna izquierda un mano a mano enorme a Randal Kolo Muani. Se hace inmenso en la salida una vez más y se los vio al “Pato” Fillol y a Nery Pumpido custodiando cada palo por si era necesario. 

La historia de amor entre el marplatense y una nueva definición desde el punto del penal está a punto de consumarse. Su confianza provoca la inseguridad en los de azul y se convirtió en héroe una vez más para codearse con los mejores arqueros de la extensa vida del futbol argentino.

Y somos campeones del mundo nuevamente. Porque Argentina fue de menor a mayor, supo bancar una piña inesperada y encontró en las decisiones de Scaloni a un plantel versátil para las opciones de los distintos armados tácticos. Además, y como si fuera poco, tenemos al mejor del mundo jugando para nosotros.

Ahora sí. El Lusail, que ya tiene sonidos del Monumental y del Estadio Azteca lo unge a Lionel Messi con la copa en alto, rodeado de sus compañeros y hasta vestido de rey, como si eso le hiciera falta. Después de tanto buscarla, la Copa del Mundo está de nuevo en la Argentina con Lio como mejor jugador del torneo. La justicia tardó cinco mundiales en llegar para quien es, además, el mejor jugador del mundo desde hace tantos años.

Este 18 de diciembre de 2022 pide permiso y se mete junto al 25 de junio de 1978 y el 29 de junio de 1986 en lo más alto de las fechas que edificaron la historia grande del fútbol argentino.

Hoy es el momento de la euforia y los festejos. Cuando la locura amaine un poco, llegará el tiempo del análisis de este proyecto que está dejando sentadas las bases sólidas para los próximos años con tantos nombres que hoy se destacaron y que formarán parte de un promisorio futuro.

No hay que dejar de reconocer el valor en la construcción colectiva de un proyecto futbolístico que llevó a levantar la Copa después de 36 años y que tiene su punto de partida en el trabajo casi en silencio de este cuerpo técnico y un grupo de jugadores, en tiempos en que abundaban esas críticas que rayaban la falta de respeto de algunos que hoy disfrutaron este Mundial en vivo y en directo.

En esta etapa Messi siempre tuvo un desafío colectivo y otro individual. Llevar de su mano a muchos futbolistas jóvenes y a otros que necesitaban la revancha fue su anhelo para con ellos y con todos los argentinos y argentinas. Pero en sus pensamientos de cada noche cuando la almohada sólo podía escucharlo pero no darle un consejo, sabía que este Mundial podía ser el último y no habría otra oportunidad de poder ingresar a ese círculo tan selecto de jugadores que saben cuánto pesa la Copa del Mundo. 

Sus compañeros que lo vieron sufrir las tristezas de algunos resultados esquivos en tantas oportunidades también tenían el mismo deseo colectivo, lo bajaron del poster para levantarlo en andas en la cancha y jugaron para ser parte del sueño de Messi. “Es para vos, Lio”… se escuchó decir a varios de ellos cuando abrazaban al 10 porque para fortalecer el corazón, no hay mejor ejercicio que agacharse a levantar a los caídos.

“Es una copa de lo mejor, cuando se ríe”, dice el Indio Solari por ahí y al verlo sonreír a Lio de la misma manera que a Diego hace que la copa sea mucho mejor porque tienen – y tenemos-  derecho a ser felices.

La cercanía de los acontecimientos quizás hoy nos hace perder de vista que ante Francia se ganó de manera épica e histórica. Fruto del coraje y la valentía de estos jugadores, porque cuando un perro nos muerde, nos hace acordar que también tenemos dientes.

Infinitas gracias a la Selección Argentina por esta inmensa alegría, por la humildad, el compromiso y por dejarnos aprendida una lección aplicable al fútbol y a la vida: nunca darse por vencidos. En este equipo, el mejor del mundo se cayó y se levantó muchas veces hasta lograrlo. Nos enseñó que estamos constituidos por una parte muy pequeña de lo que logramos. El resto es todo lo que superamos.

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