Gregg Popovich, los Spurs y el legado de un maestro inolvidable

Becky Hammon dice, anticipa, se suplica a sí misma desde el estrado, que esta vez no va a mirar a Gregg Popovich. No es que no quiera hacerlo, es que no puede. Viajamos ahora hacia el Symphony Hall de Springfield. Estamos juntos ahí, en la gala de ceremonia que llevará a Becky, entre tantos otros y otras, a vivir para siempre. A sumergirse en la eternidad en el Naismith Memorial Hall of Fame, ese espacio onírico que cobija carreras de leyenda.

Estamos en ese preciso momento en el que Becky Hammon, esa guerrera de temple, esa mujer de carácter, no puede. Porque ahí arriba, en ese escenario en el que desfilaron los mejores en serio de este deporte, vuelve a ser una niña. Regresa a los primeros miedos, a los primeros rechazos, a las cicatrices forjadas a base de frustraciones. Es el regreso, por pocos segundos, a un mundo que -por suerte- ya le dejó lugar a uno superador.

Becky se emociona en ese regreso al primitivismo de su ser porque sabe que ese hombre entrado en años le cambió la vida. Y no solo a ella: a mucha gente que hoy lo reconoce como lo que es, un revolucionario que peina canas frente al espejo.

Popovich, ahora, lagrimea. Él, de algún modo, también vuelve en el tiempo. A los bellos años en que era asistente de Hank Egar en Air Force. Al momento en el que desafió todo en Pomona-Pitzer, cuando aún lucía el pelo negro, una chaqueta deportiva a cuadros con parches en los codos, y corbatas que nunca le llegaban al cinturón. Cuando manejaba la van de la escuela. Años en los que se encargaba con su mujer de la residencia estudiantil en la que vivían, presidía el comité de estudiantes y ganaba solo 17.000 dólares al año.

Años dorados en los que hablaba poco y escuchaba mucho. En los que aprendía mucho más de lo que enseñaba. De padre serbio y madre croata, empezó como entrenador en el Sur de California, pero sus ojos se enfocaron en el mundo. Las fronteras nunca fueron un límite para él. La humildad de no sentirse mejor que nadie fue la que lo empujó. La que lo hizo diferente.

La que lo erigió en pegamento para conquistar imposibles. La pregunta que se dio con Hammon, y que Pop hizo bandera, es la que muy pocos se animan a hacer:
¿Por qué no?
“Quién diría que el pequeño francés, un joven de argentina y un nadador de las Islas, ganaríamos cuatro campeonatos juntos”, dice ahora Tony Parker ante la atenta mirada de Manu Ginóbili y Tim Duncan en el estrado.
Y de nuevo, las cámaras enfocan a Popovich. Porque es él quien obró con hechos -y no con palabras- en un momento que nadie confiaba que eso podía ser posible. Con R.C Buford como aliado, abrazó las ideas de David Stern: el talento está en todos lados.

Popovich es el artífice, el responsable, el gran maestro que conformó una dinastía inolvidable. Lo hizo, más allá de la obviedad de David Robinson primero y Tim Duncan después, con un equipo conformado por artistas de diferentes países que lograron conformar por dos décadas una sinfonía maravillosa. Fue Beethoven escribiendo -y reescribiendo- partituras para demostrar que ningún jugador es mejor que todos juntos. Que el pase es lo que construye la belleza del juego, como quedó demostrado en 2014 ante las piernas de un joven LeBron James. Que los puntos, las volcadas y el juego egoísta que empujó por años la cultura deportiva estadounidense era insuficiente para lograr objetivos.

Nadie puede ser feliz solo.

Popovich es, lo que se dice, un entrenador comprometido. Un formador en el profesionalismo despiadado, terreno en el que se sabe que los triunfos se necesitan como agua en el desierto. Enseñó, a su manera, que no todo vale lo mismo. En cada broma de doble sentido, en cada palabra con ojos de lince posados en la cámara, dejó un mensaje. No buscó atajos: todos supimos siempre con quién está Popovich y con quien no. Y también, con quien quiere estar. Él se encargó, micrófono en mano, de decir lo que estaba bien y lo que estaba mal con la valentía y el riesgo real de ir contra su propio beneficio.

Enseñó que la integridad es un hábito de todos los días. Yendo en ese camino, no importarán nunca victorias o derrotas: el éxito siempre abrazará a la persistencia y el empeño de quien persiga las cosas con pasión.

La cultura del hombre en la roca se hace carne y hueso con su propio legado: no se trata del último golpe que rompe la piedra sino de los cien que lo precedieron.

Los aprendices, convertidos hoy en leyendas, celebran en la cima de la montaña al maestro mucho más que al entrenador. Al valor del compromiso para romper barreras. Al revolucionario que logró cambiar las cosas. Al triunfo de las ideas, de las enseñanzas, muy por encima del éxtasis de sus cinco campeonatos.

La vida es un aprendizaje todos los días.

Y Popovich, en esta máxima, hizo escuela.

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